El saquito tres minutos en el agua. Ni
menos, ni más. De un modo estaría desabrido. Del otro apuraría las ganas de ir
al baño (o eso cree desde que aquella vez que…). La bandejita fina, como traída
de otra época, haciendo juego con la tetera, la taza, el platito con el
biscuit. Ve el teléfono, duda: “¿Me anticipo y la llamo, o…?”. Mira alrededor esperando
que sus fantasmas ayuden a decidir. Nada. Vuelve a mirar el teléfono. Es un
aparato viejo, no anticuado sino viejo, ochentoso, naranja, con cable y discado.
En eso: el té, es el momento. Quita el saquito de una vez: “quien sabe tomar té,
no lo remoja”, piensa con una sonrisa partida. Luego se decide: toma el tubo y
marca. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis. Al llegar al séptimo número, cuelga.
“Me va agarrar de charla y me voy a perder todo el primer bloque”, piensa. Panea
esperando que sus fantasmas opinen. Nada. De repente, sin mediarlo, desconecta
el cable del aparato, enojada: “Tuvo todo el día para llamarme, ahora no me voy
a perder la novela para que me cuente sus cuitas”, dice en voz alta, negando histriónicamente
para afirmar sus palabras.
Fotografía de Fernando Giani, "Lluvia sobre novelas"
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