Se rascaba todo el cuerpo y gritaba como un chico. Le picaba y quería volver a casa. El cielo, más azul que siempre, casi imposible de tanto enero. La miraba porque todo había sido su idea: ella era la
que estaba cansada, la que quería una aventura, correr un riesgo. La cosa no iba bien, en la mochila estaba casi vacía. A él, la piel
se le iba poniendo morada. La sangre concentrada y los ojos hechos lágrimas. Los bichos no eran los más comunes. Nunca escuché que a nadie le pasara algo parecido, dijo ella en vez de ayudarlo. Lo
miraba. Daba pasos
en falso: avanzaba y retrocedía. Pensó, ella, qué le esperaba si él sobrevivía. Si
podría quererlo. Si podrían seguir el viaje. Se preguntó en
qué momento se le había ocurrido que necesitaban un momento libre
y compartido. Él se quedó quieto. Mudo. La piel más roja. La boca entreabierta como un pez al que le falta el aire. Ella se calzó la mochila
al hombro y pensó que nunca antes había visto morir a un hombre. Y que la muerte, quizás, es nuestro estado más salvaje.
Sobre foto de Nathalie PH
texto de Jimena Repetto
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